La última vez que llevamos a los niños al parque, Daniel se sentía inseguro de deslizarse por la canal. Un niño más pequeño se sentó en la de al lado y comenzó a llorar porque también tenía miedo de tirarse.
Cuando el Travieso lo vio, se tiró de la canal sin pensarlo y abajo estiró los brazos y le dijo al niño: «No tengas miedo, amiguito. Aquí estoy, yo te aguanto». Mi felicidad fue enorme, porque vi que Daniel supo ponerse en el lugar del niño y ayudarlo desde el amor y la contención.
Al convertirnos en padres, vivimos con orgullo los procesos de crecimiento y aprendizaje de nuestros hijos. Sus primeros pasos, sus primeros dientecitos y las primeras palabras. Los vemos crecer cada día y nos asombran con sus capacidades para apropiarse de la información que reciben a diario mientras construyen su percepción del mundo.
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Explotamos de satisfacción al ver cómo aprenden los colores, las vocales, los números. Alimentamos esa sed de conocimientos para que luego puedan adaptarse con facilidad a la escuela. Pero en ocasiones estamos tan enfocados en sus habilidades cognitivas que olvidamos la importancia de desarrollar su inteligencia emocional, imprescindible para que crezcan con las herramientas sociales que les permitan canalizar adecuadamente sus emociones, ser más empáticos y gozar de un mayor bienestar.
Enseñar a reconocer las emociones
Las emociones son parte imprescindible de nuestras vidas.Saber cómo reconocerlas, gestionarlas y utilizarlas, a través del manejo adecuado de la inteligencia emocional, nos permitirá afrontar nuestra cotidianidad de una manera satisfactoria.
A medida que van creciendo, los niños comienzan a vivir una montaña rusa de emociones. Es nuestra tarea como padres acompañarlos en el proceso de autorreconocimiento. Trabajar en su autoestima, su resiliencia y su empatía, en la resolución de problemas y la comunicación efectiva, y en cómo aceptar la frustración, es necesario para su desarrollo.
Con el tiempo y la práctica, los niños crecerán para convertirse en adultos emocionalmente inteligentes, capaces de tener relaciones saludables y satisfactorias y manejar con éxito los entornos que les rodean.
No voy a edulcorar la situación, es bastante complicado no solo para los niños, sino para los padres. Transmitirles habilidades y ayudarles en el manejo de las distintas emociones parte de nuestra capacidad para autorregularnos en situaciones de estrés y mantenernos en calma durante una rabieta o un episodio de llanto.
Con sus tres años, Daniel vive en un torbellino de constantes sentimientos. Tenemos que adentrarnos en él para así ayudarlo a que identifique sus emociones, las reconozca también en los demás y consiga expresarlas de una manera adecuada, de manera que no le causen daño o se lo haga a otros.
Cuando hay algo que no puede hacer o que hace mal, conversamos con él, aunque en ese momento no entienda mucho de palabras. Por eso le damos contención, hacemos ejercicios de respiración y esperamos que se serene sin decirle que deje de llorar o que no se sienta mal. Es incómodo, porque a veces las personas intentan decirle que no llore. Me miran como juzgando mi papel de madre o sencillamente dicen que está malcriado.
Pero si quiero enseñarle a Daniel sobre la empatía, lo primero que debo ser es empática con él. Me pongo en su lugar y pienso en lo difícil que es ser un niño que no sabe controlar lo que siente o lo que está sucediendo. Por eso, mis brazos son siempre su refugio. Ponemos límites, pero desde una crianza positiva. Le damos mucha importancia a sus sentimientos y los gustos que va desarrollando.
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