«Dije adiós a todos mis amigos durante mi infancia», dice Nieve, el personaje central de Todos se van, la conocida novela de Wendy Guerra. «¿A cuántos falta por despedir antes de que pueda escaparme yo?», agrega al ver marcharse a una de sus mejores amigas. El drama de la separación junto a la ansiedad por viajar de quien se queda, tal y como se lee en la obra, tendrá su pico en los últimos cinco años. Nada más en 2022, más de 270 mil cubanos entraron por la frontera sur de Estados Unidos, suceso sin precedentes en la historia de la migración de la isla del Caribe. Frente a los números, tanto la sonada crisis del Mariel en los ochenta (unos 125 mil) como la salida masiva de balseros en los noventa (cerca de 30 mil) pierden impacto.
La migración del pasado año —y me refiero solo a la contabilizada por las agencias de Estados Unidos— se disparó en mayor medida por la decisión del Gobierno de Daniel Ortega de posibilitar el libre visado de cubanos hacia Nicaragua, quienes luego atravesarían la región centroamericanha hasta el Río Bravo. Sin embargo, muchos otros continuaron cruzando la peligrosa selva del Darién, aventurándose en embarcaciones informales a través del estrecho de la Florida o simplemente tomando un vuelo directo gracias a una visa que les facilita entrar de manera legal a territorio estadounidense.
Junto al periodismo, la investigación académica y las artes visuales que han comenzado a brindar matices sobre la nueva crisis, el cine cubano suma una variedad de títulos que discuten el fenómeno desde múltiples puntos de vista. Entre numerosos ejemplos, cabe destacar la exploración de Marcel Beltrán en La opción cero (2020), un documental que acompaña las vicisitudes de migrantes en las inmediaciones del Darién y que expone decenas de sus interacciones y directas en redes sociales. Heidi Hassan y Patricia Pérez lo hacen en A media voz (2019) a través del registro (y ficcionalización) de sus vidas en países en los que la lengua y la cultura son extrañas. Sus experiencias, si bien se distancian de las tribulaciones de los protagonistas del filme de Beltrán, no dejan de ser dolorosas. Otros cineastas reactivan historias de las migraciones anteriores para invocar archivos como, por ejemplo, la devastación del espacio geográfico de la isla en Agosto (2019), ese coming of age de Armando Capó; o la comunidad queer cubana en la diáspora, en el documental Sexilio (2020), de Lázaro González.
El impacto de la actual crisis migratoria es también una de las narrativas invocadas en Vicenta B, el nuevo largometraje de Carlos Lechuga. El filme abre otras posibilidades para pensar el evento de consecuencias catastróficas, pero en relación directa con otros factores como el cambio generacional, la crisis de fe o las mediaciones raciales y sexuales dentro de la realidad cubana actual. Vicenta B experimentó una censura política en el pasado Festival de Cine Latinoamericano de La Habana, igual sucedió años atrás con su filme Santa y Andrés (2016). El silenciamiento contrasta con un amplio recorrido internacional que incluye, entre otras importantes plazas, a los festivales de cine de San Sebastián, Chicago, Miami y el festival de cine de Toronto.
El filme, producido por Claudia Calviño y escrito por Lechuga y Fabián Suárez, narra la historia de una mujer afrodescendiente (Linnett Hernández) en la Cuba actual. Vicenta posee el saber de la santería, el cual utiliza para hacer el bien a través de consultas espirituales. Su abnegación al trabajo fracturó el núcleo familiar, tal como deducimos de las recriminaciones del exesposo (Eduardo Martínez) durante charlas informales. Sin embargo, lejos de sancionar el altruismo, el filme muestra el perfecto equilibro que Vicenta logró entre el trabajo y la crianza de su hijo, lo que se deduce de las muestras de devoción de sus clientes y la hermosa relación con Carlitos. Los guionistas lanzan una observación pequeña —pero categórica— acerca de las sanciones que una sociedad patriarcal impone a una mujer que desea negociar su realización profesional. No obstante, es importante mencionar que la protagonista no se siente castigada por su vida de madre soltera; su hijo y su trabajo cubren los espacios afectivos.
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En ese sentido, la película toma distancia de Las profecías de Amanda (Pastor Vega, 1999), en la cual el don de la divinidad es tratado como una condición negativa, tanto para las relaciones familiares como sociales. Al igual que Vicenta, Amanda es una cartomántica que ejerce su oficio a través de consultas privadas. Sin embargo, el personaje de Daysi Granados termina por reproducir en sus consejos la cultura machista que sufrió desde el seno familiar. Amanda siempre lanza maldiciones a las clientas que practican adulterio, mientras que anima a las que sufren de infidelidad para que reconquisten a sus maridos. Aunque corren décadas de incansables luchas de organizaciones civiles para revertir prejuicios sociales y reivindicar los derechos de las mujeres en el marco de la sociedad cubana, lo que registra principalmente Vicenta B es el debilitamiento de la condición totalitaria en la administración de la vida. Si bien la película de Lechuga se desarrolla en las inmediaciones de la pandemia del coronavirus en Cuba, por un lado, y las multitudinarias protestas del 11 de julio de 2021, por el otro, esa represión y obsesivo control que corre paralelo a los eventos contrastan con la manera en que el Estado operaba hace 30 o 40 años atrás.
Otra diferencia radica en la forma en que se sitúa la santería en ambas películas. Si bien para Amanda no pasa de ser algo instrumental, en Vicenta es una cultura y una forma de vida. Mientras Amanda termina por imitar a una diva española para complementar una personalidad frágil, la protagonista del filme de Lechuga reivindica la herencia africana que corre por sus venas. El don, más que un trabajo, es una identidad que la protege y la representa. No se trata aquí de romantizar la racialización del personaje, pues la asociación de pobreza y negritud en la sociedad cubana es uno de los trasfondos más poderosos del filme. Sin embargo, Vicenta reivindica la desventaja estructural desde su emancipación personal y dota su pobreza de una dignidad que escapa a cualquier servilismo que se le quiere imponer desde el Estado, el patriarcado o la hegemonía blanca.
Al inicio de la película, la protagonista exhibe orgullosa una vida digna y llena de realizaciones personales. La comunidad de creyentes le agradece de forma asidua y su hijo es un joven amoroso y sensible. Este, si bien ha crecido en una realidad intervenida tanto por los medios propagandísticos del Estado como por la banalidad de las redes sociales, emplea su tiempo libre en la lectura de clásicos de la literatura en libros de papel. Pero luego de que Carlitos encuentra la posibilidad de marcharse, el mundo de Vicenta se vendrá abajo; lo cual le provocará un bloqueo que limitará su don espiritual. Con ese punto de giro se introduce una de las más poderosas conexiones entre el realismo de la puesta en escena y el simbolismo que se respira en el trasfondo. Si bien la crisis de fe del personaje se debe a una circunstancia particular, su historia produce un eco en la historia reciente del país, cual juego de espejos. La escena en el aeropuerto funciona como engranaje de las dos dimensiones. Pues, más allá de una reconstrucción de un tumulto de viajeros que despiden a familiares, se ve un torrente de jóvenes marchándose con sus modestos equipajes y unos padres del otro lado de la acera, envueltos en la desolación y el desamparo.
Los datos expuestos al inicio del texto reafirman la migración de jóvenes como un mal que drena el país hasta provocarle una crisis de identidad. Carlos pertenece a la cuarta generación que creció en una Cuba secuestrada por un ideal socialista que desembocó en un régimen totalitario. A diferencia de la generación de sus abuelos —que crecieron entre el miedo y la esperanza— y la de sus padres —que lucharon por resolver entre la miseria y el hambre— la suya es descreída y solo vive con la obsesión de marcharse lejos del país lo antes posible. La Generación del Centenario, la que de la mano de Fidel y Raúl Castro protagonizaron el espectáculo de la Revolución, pasaron de ser figuras icónicas para sus abuelos a ser el obstáculo de la prosperidad de Cuba para sus padres; hasta finalmente convertirse, para los jóvenes, en representantes del tedio y de las consignas vacías. Irse cuanto antes es lo único que desean, aunque solo sea para engrosar un cada vez más numeroso y disperso exilio que resplandece en el mapa lleno de rostros de la habitación de Vicenta.
Pero el filme no se va tras el hijo. Decide registrar el dolor de los que se quedan a través del tamiz de la protagonista. Para hacerlo se muestran planos generales y minúsculos travelling por la casa (un antiguo caserón colonial de puntal alto que, aunque derruido por el tiempo y la falta de mantenimiento, aún luce inmenso). La grandiosidad en medio de la pobreza y del desabastecimiento y la ruina que remite a un pasado virtuoso funcionan como parte de la elocuencia visual que sustenta la orfandad de Vicenta; un ambiente logrado gracias al meticuloso trabajo fotográfico de Denise Guerra. Otra de las maravillosas metáforas surge cuando la protagonista, desolada porque su hijo no le responde mensajes ni llamadas, se sienta en un banco de un pequeño parque con una vieja estatua sin manos y sin cabeza a su espalda. La figura reafirma su estado sentimental, al tiempo que evita sumar diálogos innecesarios para el espectador.
El viaje más escabroso de Vicenta comienza cuando, aún sin reponerse de la ausencia de su hijo y el silencio de sus santos, aparece una visita inesperada en la puerta de su casa. Por recomendación de una amiga en común, una joven de la edad de Carlos acude en busca de ayuda. Dice que algo la ha inmovilizado, que necesita salir adelante pero no sabe cómo. Luego de una primera negativa, Vicenta accede a tirarle las cartas a la chica que lleva por nombre Mónica, pero sin sus dones todo termina en simulacro. Tiempo después se entera de que atentó contra su vida y está al borde de la muerte en un hospital. El sentimiento de culpa la impulsa a entrar en el mundo de Mónica, pues conjetura que, si los santos no le responden, tal vez ella pueda ayudarla por su cuenta. De esa forma, Vicenta recupera una necesidad que se había esfumado con la partida de su hijo. Al auxiliarla, tal vez pueda ayudarse a sí misma a salir de su encrucijada. A través de la subtrama, los guionistas exploran la representación simbólica de las otras dos generaciones que habitan la isla.
Con el viaje de Vicenta al inframundo, el espectador es violentamente trasladado a una realidad que la protagonista y su entorno no le pueden brindar. La casa de Mónica se sitúa en uno de los tantos extrarradios de La Habana, en un barrio de viviendas informales, callejuelas sin asfaltar y desagües al aire libre. El lugar irradia tanta pobreza y miseria que termina reflejado en el cuerpo y los rostros de sus moradores. El hogar de Mónica resulta ejemplar en ese sentido. La chica convive con su abuelo —un anciano que finge una parálisis— y su madre —quien exhibe una mueca de tristeza y frustración que no se le borra durante el metraje—.
En la búsqueda de Mónica, Vicenta se da de bruces con una casa de paredes desnudas, de esas que envejecieron sin siquiera llegar a su terminación. ¿Cuál es la lógica detrás del anciano que puede valerse por sí mismo pero que ha decidido, incluso en situaciones límites, requerir de los cuidados de su hija? En primera instancia, nos invita a pensar en la generación humilde y aplastada por el peso de la Historia que es incapaz de acción alguna y que, por esa razón, delega la responsabilidad de su existencia en alguien más. Sin embargo, la antipatía que nos provoca tal actitud parásita interpela también a los miembros de la llamada Generación del Centenario, que aún tienen secuestrados varios cargos políticos importantes dentro del Gobierno y arrastran la inercia de una Revolución congelada.
Por su parte, la madre de Mónica representa también una dualidad en el marco de la sociedad cubana. Primero, invita a pensar en el sector más vulnerable del país, al que le espera una jubilación deshonrosa después de una vida consagrada al trabajo en instituciones estatales y, por tanto, no sabe cómo va a resistir la tercera edad en Cuba. Sin embargo, el destino prefigurado no le provoca un ápice de rebeldía porque ha perdido las fuerzas en el camino y siente que es tarde para desobedecer. Segundo, esa madre frustrada que conoce la simulación de su padre, pero que prefiere no cambiar las cosas para no romper la armonía del hogar remite a la nueva casta política que figura en ministerios y cargos presidenciales. Los nuevos dirigentes deben resolver el caos nacional mientras lidian con la falsa postración de los ancianos líderes. El pacto no legislado los deja sin poder simbólico, obligándolos a recurrir a la represión y a la violencia policial para restituir el orden. Por tanto, los señores de barrigas infladas que representan el costado triunfante de la tercera generación han quedado retratados en la madre que regresa del trabajo diario para bañar y dar de comer a un anciano estafador. En ese juego de ilusiones en el cual ambos fingen lo que no son se cristaliza la falsa armonía que se respira tanto en hogares cubanos como en los altos estratos del poder. Esa es la terrible verdad que descubre Vicenta en las postrimerías de su aniversario 45.
Resulta hermoso y a la vez paradigmático el final de la película de Lechuga. En medio de una celebración desolada, en compañía de la brisa del mar y un puñado de amigos, Vicenta debe sacar fuerzas para seguir viviendo. No espera grandes cambios. Ni siquiera su don le sirve demasiado. Solo le queda resistir para, al menos, ver una vez más la sonrisa de su hijo.
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